Soy ateo
Esta es una frase que durante la mayor parte de la historia humana, en la práctica totalidad de las sociedades humanas, no se podía decir.
Quienes la dijeron se vieron con frecuencia acusados de herejía, perseguidos, encarcelados, torturados y asesinados. Poner en duda las creencias dominantes de una sociedad sólo se empieza a considerar algo legítimo a partir de la Ilustración, ese estallido de pensamiento libre, de derechos, soberanía y cuestionamiento que se desarrolló a partir de fines del siglo XVII como consecuencia o compañera inevitable de la revolución científica, y con la que se desarrolló en paralelo.
Sin embargo, la libertad de la que yo —y otros en las culturas de la Ilustración— gozo para poder decir que soy ateo con relativamente pocos motivos de temor no es patrimonio de la gran mayoría de los seres humanos, ni siquiera hoy, en el siglo XXI. En muchísimas sociedades y bajo el poder de diversas religiones, lo mejor que puede hacer el ateo es ocultar sus dudas, sus conclusiones respecto de la deidad y su posición filosófica. De no ocultarlo bien, corre el peligro de ser repudiado por su familia, de perder el empleo, de que se le cancelen oportunidades de participar en la vida social y política de su país, de ser arrestado, azotado, lapidado, ahorcado o, a falta de un procedimiento legal regido por alguna instancia judicial teocrática, asesinado en la oscuridad.
La mayoría de los ateos deben callar y temer. Cualquier compromiso razonablemente serio con la verdad, con la inteligencia, con la decencia humana exige que busquemos formas para que más y más personas puedan expresar sus posiciones ante los dioses y las religiones sin jugarse la vida. Más ahora, ante el resurgimiento de los fundamentalismos de las distintas religiones que, por otra parte, tampoco han desaparecido nunca del todo.
Pero aun en los países de la cultura de la Ilustración, donde se puede decir «soy ateo» —salvo Estados Unidos, tema aparte—, dios, la idea de dios, la creencia en dios y cuanto la rodea está en todas partes. «Adiós», «ojalá», «no hay dios que lo entienda», «es una santa», «vivo un infierno», «justicia divina», «si dios quiere», «dios mediante», «tocar el cielo», «a dios rogando y con el mazo dando», «es un paraíso», «al que madruga, dios le ayuda», «boda y mortaja, del cielo baja», «dios aprieta pero no ahoga»…
No sólo el idioma cotidiano, sino muchas de las actitudes, puntos de vista, decisiones políticas y económicas, formas de educación familiares, relaciones internacionales y prácticamente todas las actividades humanas están imbuidas de la presuposición de que existe un ser —o más— o una fuerza superiores, preternaturales, indemostrables, misteriosos, invisibles, peligrosos, omnipotentes, omnipresentes y dotados de voluntad que nos vigilan, nos premian, nos castigan, han creado el universo y cuanto lo contiene —en la mayoría de las narrativas— y merecen nuestra atención, nuestro tiempo y nuestra consideración a la hora de tomar decisiones o asumir posiciones ante conflictos de nuestro entorno.
Es el fantasma que está en todas partes.
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